LA voz consenso vale en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia como asenso, en tanto que el acto de prestar consentimiento y más particularmente cuando se trata de una corporación.
A simple vista, no es lo que se llama en la cultura política española consenso. Que se refiere a otra acción; la de encontrarse mediante el diálogo varios agentes políticos, de izquierda y derecha por ejemplo, y, mediante la cesión mutua, tratar de alcanzar un acuerdo. Los pactos de la Moncloa primero y la Constitución de 1978 después, son el resultado de ese proceder que algunos políticos añoran constantemente sin demasiado fundamento.
Los lingüistas sabrán, pero quizá la idea de este último consenso viniera de Italia, del hábito extendido entonces (años sesenta y setenta) en su sistema político de lograr entendimientos a todos los niveles entre la Democracia Cristiana y el entonces todopoderoso Partido Comunista italiano. No es descabellado pensar que esos hábitos se introdujeran en España a través de los entonces numerosos demócratas cristianos (presentes en UCD también) y del PCE, con el beneplácito de seguidores socialistas del pensamiento político italiano como Gregorio Peces-Barba.
Dicen los lingüistas que consenso es un neologismo que fue crucial en el léxico de la transición española y hoy se aplica de modo desmesurado a cualquier posible concordia política, lo que ha dado lugar al feo e incorrecto verbo consensuar (E.A. Núñez y S. Guerrero, El lenguaje político español, Cátedra, Madrid, 2002, pp. 183 y 184).
En todo caso, se convirtió también en un genuino producto español que duró mientras existió la UCD. Ésta es una tesis que suele utilizar Javier Pérez Royo y aquí se comparte. Desde el hundimiento de la UCD, desapareció el consenso y cualquier rastro de una derecha civilizada, para afianzarse lo que hoy es el PP: una alianza entre la ultraderecha, los resabios propios y nacionalcatólicos de la CEDA, todo ello ensamblado a través de una lucha feroz contra los socialistas por alcanzar el gobierno.
En nuestro sistema político no hay un partido como el de Le Pen, por la sencilla razón de estar ya los miembros ultraderechistas y sus ideas en el seno del propio PP. Quien dirige buena parte de su actuación a que no se rompa tan electoralmente provechosa alianza entre franquistas, políticos con el santo en procesión y pragmáticos defensores de los intereses propios de los sectores más ricos de la sociedad, para los que reclaman una bajada de impuestos (disfrazada de la irresponsabilidad fiscal de toda la sociedad ¡en tiempo de crisis!).
Así que, con toda la razón para Pérez Royo, desde la caída de Adolfo Suárez, lo que se ha instalado aquí es un combate entre los dos partidos por instalarse en La Moncloa. Otros lo formulamos de otro modo, como que la religión política dominante es la de los dos partidos distintos y un solo rey verdadero. Religión que tiene sus secuaces en el seno del socialismo, del apasionado estilo de los José Bono y Rodríguez Ibarra, a quienes les molestan todos los nacionalismos históricos. UPyD sigue esta corriente de fondo, si bien pretende hacerse un electoral lugar al sol que más calienta, pero con la incorporación de las ideas del bipartidismo imperante; más cerca del PP que del PSOE, en su neurosis antiseparatista (que tanto recuerda a algunas tesis de José Antonio Primo de Rivera contra los nacionalismos catalán y vasco).
El bipartidismo es un peligro para la democracia porque, aunque la realidad social es plural, conduce a que IU no tenga la representación parlamentaria que merece, y porque es irresponsable que los nacionalismos históricos no estén debidamente representados (exclusión de los nacionalistas por la que abogan ahora no pocas voces políticas españolas). El bipartidismo es un riesgo hasta para discutir cosas tan importantes como la educación, pues, por muy buena voluntad que tenga este ministro del ramo (y yo no lo dudo), ese marco asfixiante de los dos partidos condiciona el contenido de toda la negociación y los apoyos que puede tener el propio gobierno (como bien lo sabe Uxue Barkos de primera mano y así se lo escuché hace pocos días).
Otra cosa es que el PP no pueda llegar a rubricar pactos. Aunque no es su estilo, puede sellarlos, por ejemplo, para no quedarse sólo en un asunto tan grave como el de la educación. Como lo hará al día siguiente de las elecciones forales navarras con la UPN. De hecho, los ha suscrito ya para desalojar al PNV de la lehendakaritza y para conseguir una presencia pública cotidiana de Basagoiti, que nunca hubieran soñado los partidarios de Mayor Oreja y compañía.
Ahora bien, el consenso del proceso constituyente requería una cierta inquietud sobre los intereses generales del Estado y de la gente que son completamente ajenos al PP. Todo lo humano le es ajeno y solamente lo electoral le es propio. Así que nadie aguarde más que la quietista espera del PP al derrumbe económico del Gobierno del PSOE con todo lo que se lleve por delante. El PP no tiene programa, pero sí se le ve el plumero: rebaje de impuestos (con el mentiroso mito de Bush hijo sobre que los ricos desgravados crean trabajo), congelación de los sueldos de los funcionarios (preludio general de la congelación de los sueldos de todo el mundo), revisión de las pensiones (con más prudencia que el PSOE por aquello de los votos) y privatizaciones por doquier, como las de Esperanza Aguirre, en detrimento de la sanidad y la educación públicas. Quien quiera votarles, pues que Dios le coja confesado, como se suele decir.
El PP ha aprovechado estos días para proponer como complemento programático la introducción de la cadena perpetua en nuestro sistema penal. Idea que ya estaba, copiones, en el programa de UPyD (si bien condicionada a la alarma social que generen los delitos para los que se solicita tal ignominia). La condena de por vida viola, empero, el artículo 15 de la Constitución (es una pena inhumana), al serlo ataca la dignidad de la persona (artículo 10 del texto constitucional), y de cualquier modo es contraria a la reinserción social como fin prioritario de las penas (artículo 25.2 de la misma Constitución española).
Nota final navarra: El recién nacido PPN no invitó a su estreno público a NaBai por no ser esta coalición -dijeron- "constitucionalista". Aparte de ser una palabra que no está en el Diccionario, si lo que quieren significar con eso es que no aplica NaBai los derechos fundamentales o humanos de la Constitución (lo que es rotundamente falso), podrían fijarse en que el PPN, con su cadena perpetua, viola cotidianamente los artículos 15, 10 y 25.2 de la misma Constitución. Vamos, la típica viga en el ojo propio y la existencia de nada en el ajeno.
A simple vista, no es lo que se llama en la cultura política española consenso. Que se refiere a otra acción; la de encontrarse mediante el diálogo varios agentes políticos, de izquierda y derecha por ejemplo, y, mediante la cesión mutua, tratar de alcanzar un acuerdo. Los pactos de la Moncloa primero y la Constitución de 1978 después, son el resultado de ese proceder que algunos políticos añoran constantemente sin demasiado fundamento.
Los lingüistas sabrán, pero quizá la idea de este último consenso viniera de Italia, del hábito extendido entonces (años sesenta y setenta) en su sistema político de lograr entendimientos a todos los niveles entre la Democracia Cristiana y el entonces todopoderoso Partido Comunista italiano. No es descabellado pensar que esos hábitos se introdujeran en España a través de los entonces numerosos demócratas cristianos (presentes en UCD también) y del PCE, con el beneplácito de seguidores socialistas del pensamiento político italiano como Gregorio Peces-Barba.
Dicen los lingüistas que consenso es un neologismo que fue crucial en el léxico de la transición española y hoy se aplica de modo desmesurado a cualquier posible concordia política, lo que ha dado lugar al feo e incorrecto verbo consensuar (E.A. Núñez y S. Guerrero, El lenguaje político español, Cátedra, Madrid, 2002, pp. 183 y 184).
En todo caso, se convirtió también en un genuino producto español que duró mientras existió la UCD. Ésta es una tesis que suele utilizar Javier Pérez Royo y aquí se comparte. Desde el hundimiento de la UCD, desapareció el consenso y cualquier rastro de una derecha civilizada, para afianzarse lo que hoy es el PP: una alianza entre la ultraderecha, los resabios propios y nacionalcatólicos de la CEDA, todo ello ensamblado a través de una lucha feroz contra los socialistas por alcanzar el gobierno.
En nuestro sistema político no hay un partido como el de Le Pen, por la sencilla razón de estar ya los miembros ultraderechistas y sus ideas en el seno del propio PP. Quien dirige buena parte de su actuación a que no se rompa tan electoralmente provechosa alianza entre franquistas, políticos con el santo en procesión y pragmáticos defensores de los intereses propios de los sectores más ricos de la sociedad, para los que reclaman una bajada de impuestos (disfrazada de la irresponsabilidad fiscal de toda la sociedad ¡en tiempo de crisis!).
Así que, con toda la razón para Pérez Royo, desde la caída de Adolfo Suárez, lo que se ha instalado aquí es un combate entre los dos partidos por instalarse en La Moncloa. Otros lo formulamos de otro modo, como que la religión política dominante es la de los dos partidos distintos y un solo rey verdadero. Religión que tiene sus secuaces en el seno del socialismo, del apasionado estilo de los José Bono y Rodríguez Ibarra, a quienes les molestan todos los nacionalismos históricos. UPyD sigue esta corriente de fondo, si bien pretende hacerse un electoral lugar al sol que más calienta, pero con la incorporación de las ideas del bipartidismo imperante; más cerca del PP que del PSOE, en su neurosis antiseparatista (que tanto recuerda a algunas tesis de José Antonio Primo de Rivera contra los nacionalismos catalán y vasco).
El bipartidismo es un peligro para la democracia porque, aunque la realidad social es plural, conduce a que IU no tenga la representación parlamentaria que merece, y porque es irresponsable que los nacionalismos históricos no estén debidamente representados (exclusión de los nacionalistas por la que abogan ahora no pocas voces políticas españolas). El bipartidismo es un riesgo hasta para discutir cosas tan importantes como la educación, pues, por muy buena voluntad que tenga este ministro del ramo (y yo no lo dudo), ese marco asfixiante de los dos partidos condiciona el contenido de toda la negociación y los apoyos que puede tener el propio gobierno (como bien lo sabe Uxue Barkos de primera mano y así se lo escuché hace pocos días).
Otra cosa es que el PP no pueda llegar a rubricar pactos. Aunque no es su estilo, puede sellarlos, por ejemplo, para no quedarse sólo en un asunto tan grave como el de la educación. Como lo hará al día siguiente de las elecciones forales navarras con la UPN. De hecho, los ha suscrito ya para desalojar al PNV de la lehendakaritza y para conseguir una presencia pública cotidiana de Basagoiti, que nunca hubieran soñado los partidarios de Mayor Oreja y compañía.
Ahora bien, el consenso del proceso constituyente requería una cierta inquietud sobre los intereses generales del Estado y de la gente que son completamente ajenos al PP. Todo lo humano le es ajeno y solamente lo electoral le es propio. Así que nadie aguarde más que la quietista espera del PP al derrumbe económico del Gobierno del PSOE con todo lo que se lleve por delante. El PP no tiene programa, pero sí se le ve el plumero: rebaje de impuestos (con el mentiroso mito de Bush hijo sobre que los ricos desgravados crean trabajo), congelación de los sueldos de los funcionarios (preludio general de la congelación de los sueldos de todo el mundo), revisión de las pensiones (con más prudencia que el PSOE por aquello de los votos) y privatizaciones por doquier, como las de Esperanza Aguirre, en detrimento de la sanidad y la educación públicas. Quien quiera votarles, pues que Dios le coja confesado, como se suele decir.
El PP ha aprovechado estos días para proponer como complemento programático la introducción de la cadena perpetua en nuestro sistema penal. Idea que ya estaba, copiones, en el programa de UPyD (si bien condicionada a la alarma social que generen los delitos para los que se solicita tal ignominia). La condena de por vida viola, empero, el artículo 15 de la Constitución (es una pena inhumana), al serlo ataca la dignidad de la persona (artículo 10 del texto constitucional), y de cualquier modo es contraria a la reinserción social como fin prioritario de las penas (artículo 25.2 de la misma Constitución española).
Nota final navarra: El recién nacido PPN no invitó a su estreno público a NaBai por no ser esta coalición -dijeron- "constitucionalista". Aparte de ser una palabra que no está en el Diccionario, si lo que quieren significar con eso es que no aplica NaBai los derechos fundamentales o humanos de la Constitución (lo que es rotundamente falso), podrían fijarse en que el PPN, con su cadena perpetua, viola cotidianamente los artículos 15, 10 y 25.2 de la misma Constitución. Vamos, la típica viga en el ojo propio y la existencia de nada en el ajeno.
José Ignacio Lacasta-Zabalza en Diario de Noticias
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